Campo base del Condoriri, a 4.700 metros de altitud. Bolivia.

–¿Conejo tampoco sabes matar?

A Cristina le cuesta entender que nunca en mi vida haya matado una gallina, un cordero o un conejo. Que en el lugar del que vengo los pedazos de carne se venden envueltos en plástico. Que nunca despellejé a un animal muerto.

Pasa el verano sola en una casita junto a la orilla de Chiar Khota (campo base del Condoriri, Bolivia), que en aymará significa laguna negra. Sin embargo, sus aguas verdes y azules con reflejos de hierbas y nieves sólo se ven negras por la noche. Es un mar en miniatura, con pequeñas olas a escala; un pedazo de cielo que se despegó de lo alto y… ¡pof!, cayó en una hondonada de la tierra. Es una isla pequeña de agua en medio de una tierra dura y sólida que rodea al lago con montañas imponentes.

En realidad Cristina es de Palcoco, un pueblito que queda más abajo en el altiplano, a unas tres o cuatro horas de caminata. Allá tiene chacra (tierra) en la que cultiva papas, pero «ahora no es tiempo de papas, ahora es tiempo de turistas», me explica. Cristina tiene 4 wawas (niños) de entre 12 y 4 años: 3 niños y una mujercita. Me mira con lástima cuando le cuento que yo no tengo hijos.

Todas las mañanas Cristina sale a pescar en las aguas heladas de Chiar Khota. Tirando desde la orilla de un cordino, recoge la red que viene sembrada de truchas: cuando hay luna pesca unas 5 nomás, pero en las noches oscuras pueden llegar a engancharse unos 15 peces palpitantes que boquean prendidos a la malla. El otro día pescó una trucha monstruosa que pesaba ¡6 kilos! A veces le ayuda Mario, el guarda del campo base; otras, viene a visitarla alguna prima lejana que sube a pastorear las llamas por la zona y le echa una mano con la red. Después, Cristina cocina los pescados: por 20 bolivianos (2 euros y poco) sirve la trucha más rica y reconfortante del mundo, acompañada de arroz y papas fritas.

Nos sentamos en el suelo al cobijo de un murete que nos protege del viento helador. Me cuenta que en realidad las truchas no son naturales: la casa en la que vive pertenece a una asociación que compra alevines y los siembra en la laguna para después pescar las truchas crecidas y vendérselas a los montañeros que vienen al Condoriri. Los beneficios se reparten entre la comunidad de Palcoco.

La noche, fría y circunspecta, exhala ya su aliento helado que en unas horas congelará las orillas de Chiar Khota. La laguna se convierte en un espejo liso y plano. Cristina se retira a su cuartito, pidiéndoles antes a las aguas que cierren bien los ojos para mantenerse oscuras y atrapar a muchos peces en la red.

Eider Elizegi

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