Touda se muere de hambre. Sentadas en la tierra polvorienta de la cocina, apoyadas sobre pequeños sacos de harina, untamos pan recién horneado en aceite y charlamos. Alimentado con ramitas y palillos, durante todo el día un fueguito baila sus llamas en el suelo, en un rincón de la cocina. Envuelve en su calor a la vieja tetera, siempre llena de agua hirviendo lista para un té.

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Como las demás mujeres de por aquí, Touda parió a los niños en su casa. Me cuenta que con la niña, Noal, fue fácil. Tenía veintiún años. Sin embargo, cuando tres años después dio a luz al niño, la cosa se complicó. Se tapa la cara con las manos cuando recuerda los dolores. Tuvo que soportar día y medio de parto. Al final estaba tan agotada que necesitó la ayuda de dos mujeres para alumbrar a Yohzzn: una la sujetaba por la espalda mientras la otra tiraba del bebé. Mira a su hijo con orgullo: un niño grande, rollizo y feliz. Goloso, se agarra a la teta y mama con empeño. La población más cercana que cuenta con una mínima asistencia sanitaria, Zaoüiat-Ahansal, se encuentra a casi dos horas de camino descalabrado cañón abajo. El sendero, apuntalado con piedras, sube y baja continuamente hacia la paredes rocosas y los montones de tierras corridas. Cuando desciende al fondo de la garganta, obliga a cruzar el río saltando de piedra en piedra. En la otra dirección, a media hora de camino valle arriba, se encuentra Taghia, el poblado más próximo. Allí disponen de una camilla confeccionada por ellos mismos con troncos y maderas: si durante el parto se presentan complicaciones, en ella acarrean a las mujeres hasta el precario centro de salud de Zaoüait.

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Del marco de la puerta cuelga una piel de oveja todavía fresca. Estos días están de fiesta: una de las vecinas tuvo un niño hace diez días y se han juntado todos los parientes para dar la bienvenida a la criatura y honrar a la madre. Ha venido un montón de gente desde Taghia. Ahora que se han comido toda la oveja, regresan a su casa. La madre, una mujer menuda y tímida, esconde su sonrisa y su cara de cansada debajo del pañuelo de colores. Sólo habla y entiende bereber, pero Touda traduce mis felicitaciones. Parir, gozar, sufrir, reír, sembrar, cosechar, cocinar, respirar en la tierra más desnuda, sin más paliativo que la confraternidad de las otras mujeres, las hace merecedoras de mi más sincera admiración.

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Touda se muere de hambre: unta un pedazo más de pan en aceite, y se bebe otro vasito de té.

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Eider Elizegi Telletxea
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